22 julio 2020

Deprisa, deprisa... hasta que un virus activó el freno de emergencia







Qué paradójico. Tanto tiempo alertando sobre la emergencia climática, la pérdida de biodiversidad, la contaminación, las desigualdades sociales, lo insostenible del sistema… y ha tenido que ser lo más pequeño, un virus, lo que nos ha obligado a frenar en seco mientras todo el sistema se tambalea.


Un virus –al que no podemos ver– ha resultado más explícito al dar la voz de alarma que las imágenes de huracanes, inundaciones, sequías, grandes incendios forestales o mares llenos de plásticos que nos acompañan a diario.

Lo más desconcertante es la relación de la pandemia con la destrucción de la Naturaleza y con nuestro sistema de producción y consumo (1). Esa destrucción que nos acostumbramos a ver en imágenes que creíamos lejanas se ha colado en nuestras vidas, ha convertido el abrazo en actividad de riesgo y nos enfrenta al dilema de elegir entre economía (la vieja economía) y salud. Asistimos con perplejidad a una realidad inesperada, nuestra propia vulnerabilidad.

El frenazo en seco ha roto el espejismo y ha dejado al descubierto que nuestra salud depende de la salud del planeta, que los trabajos peor pagados son los esenciales, que la sanidad pública nos cuida y salva vidas (2), que no era buena idea dejar residencias de mayores en manos de fondos de inversión, que los servicios públicos son derechos y no mercancías, que proteger la naturaleza es proteger nuestra propia vida.

Nos asombra comprobar que las ciudades se transforman en espacios más agradables y saludables cuando no podemos transitarlas; que cuando se vuelve a ellas sin que hayan retomado su faceta de parque temático, sus habitantes habituales recuperan sus barrios como espacios de vida; que Venecia resplandece en toda su belleza al tiempo que se arruina; que el sistema se hace añicos cuando dejamos de comprar lo que no necesitamos…

¿Volver a lo de antes o transitar nuevos caminos?

Se oyen voces ansiosas por recuperar la normalidad. ¿Es eso posible? 

Una “normalidad” en la que en torno a 100.000 cargueros llenos de contenedores cargados de mercancías recorren los mares del mundo, llevando y trayendo materias primas y artículos de consumo de un lugar a otro (el 90% de lo que compramos ha recorrido miles de kilómetros antes de llegar a nuestras manos). 



Una normalidad en la que una media de 175.000 vuelos cruzaban nuestros cielos a diario, con días de verano superando los 200.000; 



y en la que los grandes cruceros (3), ciudades flotantes que concentran los problemas del sistema (elevado consumo energético, contaminación, generación de ingentes cantidades de residuos, explotación laboral…) son las vacaciones soñadas.

Una normalidad que nos obligará a seguir alertando sobre la emergencia climática, la pérdida de biodiversidad, la contaminación, las desigualdades sociales, lo insostenible del sistema… hasta que el siguiente virus (candidatos hay) nos sacuda con la siguiente pandemia. 

¿No somos capaces de hacerlo mejor? ¿No vamos a intentarlo? ¿No queremos aprovechar este frenazo en seco para reinventar el sistema? (4).

Volver a lo de antes sería volver a lo que nos ha traído hasta aquí. La alternativa es transitar nuevos caminos con un rumbo claro, una transición ecológica y justa, pero cada vez nos queda menos tiempo.